JOHN LE CARRÉ

[Escritores] Ya han pasado 46 años de la primera novela, Llamada para el muerto (1961), que escribiera John Le Carre (seudónimo de David John Moore Cornwell), después de estudiar en un internado exclusivo en el que lo inscribieron sus abuelos, al morir su madre y entender que su padre, Ronnie Cornwell, sólo servía para perderse en casinos, hoteles lujosos, mujeres del espectáculo, fiestas, estafas y otras extravagancias circenses. Le Carré completó su educación en Berna y Oxford, donde obtuvo una licenciatura en lenguas modernas. Dio clases en Eton College entre 1956 y 1958, antes de ingresar en el cuerpo diplomático británico en el año 1960 y después en el servicio secreto de su Majestad. Y siempre sintió que el peso de la leyenda oscura de su padre le pesaba como una piedra en el cuello. Como si una paradoja lo persiguiera como una pesadilla: mientras él soportaba las andanzas de su padre con vergüenza, quienes conocían a Ronnie Cornwell quedaban fascinados con su personalidad seductora. En 1986 intentó saldar cuentas con la figura que más lo atormentó en su vida y escribió Un espía perfecto. Pero los efectos de esa relación requerirían de un nuevo exorcismo.

John Le Carré siempre fue la otra cara de la luna de Ian Fleming, el creador de James Bond. Mientras el primera construyó una obra impecable sobre la naturaleza de las traiciones que atravesaron el mundo de los espías de la guerra fría, el segundo creó una máquina de hacer dinero con un personaje exitoso que todavía hoy hace sonar la caja registradora. Ambos saltaron de los libros al cine: George Smiley y James Bond encontraron personajes de carne y hueso que comenzaron a representarlos en la pantalla a lo largo de los años sesenta. El primero protagonizó cinco libros y apareció de diferentes maneras en otros, y siempre fue un académico anodino, sin proezas físicas, torturado por las dudas, un burócrata con talento, un cornudo que tenía más que ver con los personajes de Graham Greene, Joseph Conrad y Somerset Maugham, que con los agentes de Fleming que tenían licencia para matar. Del segundo, conocido como James Bond, no hay nada que aclarar: es exitoso, mujeriego, violento, y absolutamente irreal. John Le Carré en cambio dotó sus ficciones de una autenticidad sin parangón. Quizás porque conocía como nadie las prácticas clandestinas de la guerra fría, la densidad y las ambigüedades del espionaje de aquellos años. Una minuciosa investigación de campo lograba otorgarle fidelidad a cada nuevo libro que salía. Por eso Le Carré no tolera el mal uso actual de los servicios secretos de las grandes potencias para justificar posturas políticas preconcebidas, que no tienen justificación alguna, como sucedió en Irak. En los años sesenta los servicios de inteligencia eran todavía una ciencia pura. Para este escritor esta ha sido otra ilusión que se tirado por la ventada para poder justificar todo lo que ha ocurrido después del 11 de setiembre de 2001.

El fin de la guerra fría, después de la caída del muro de Berlín, hizo que John Le Carré cambiara de foco y centrara su atención y su rabia profunda hacia las multinacionales, que tenían un efecto letal en las sociedades más pobres del planeta. El jardinero fiel (2001) se convirtió en su alegato más radical contra las empresas farmacéuticas que parecieran dominar las posibilidades de la vida y la muerte en África. Estas son sus palabras para explicar su molestia. “Cuando uno descubre que a Tony Blair le interesa más la opinión de Rupert Murdoch que lo que piensa su electorado, uno se preocupa. Veo un deterioro de la nación y de la democracia exactamente como lo describía Mussolini. El dictador italiano dijo: ‘la democracia termina y el fascismo comienza ahí donde el poder político y de las empresas son inseparables’. Uno podría agregar a la lista el poder de la religión y el de la prensa. Estos cuatro elementos están en manos de la derecha en Estados Unidos’’. Le Carré lo ha dicho claramente: “La comedia de hacerse viejo es ver cómo la película empieza de nuevo’’.

La novela que acaba de salir al mercado editorial mundial en enero pasado es La canción de los misioneros (432 páginas, Plaza y Janés). Podría ser definida como una ficción histórica con sustancia social, aunque en el caso de Le Carre el componente de intriga nunca desaparece. Los grandes medios del planeta han destacado la calidad de sus diálogos, la caracterización de los personajes y el conocimiento que muestra la ficción de las complejas relaciones internacionales. Una atracción particular es la figura de Bruno Salvador (Salvo), su protagonista, hijo de un misionero irlandés y de su amante congolesa. Con 28 años, este joven con don de lenguas ha sido educado por sacerdotes católicos en el Congo. Uno de ellos abusó sexualmente de él. Salvo estudió lenguas y culturas africanas en Londres y se ha casado con la hija de una familia acomodada inglesa. Salvo y John le Carre tienen demasiadas cosas en común. Ambos crecieron si madre. Sus padres fueron pintorescos y ausentes. Y los dos fueron recibieron una educación católica y una formación excelente. Ambos van a decepcionarse de la política y del amor. Y en el amor encontrarán una forma de escapar de un mundo que contiene demasiadas pesadillas. Salvo es intérprete del servicio secreto británico. Y en el medio de una misión burocrática y anodina descubre un intento de golpe de estado que busca arrancarle la explotación de los recursos minerales al Congo. Nada nuevo que el lector avisado no conozca. Sólo que en este caso quien dirige el barco por el Congo no es Joseph Conrad, sino John le Carré, y el final como siempre resulta inesperado y doloroso. Como la vida misma.

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