De Victor Klemperer a Raul Hilberg

Dos obsesivos registraron el holocausto de los nazis

No se trata de cualquier empresa la que se documenta en este diario hoy, 29 de junio de 2006. Dos portentos de libros que nadie debería dejar de leer se encuentran en castellano, Quiero dejar testimonio hasta el final, Diarios, de Victor Klemperer (cerca de 1700 páginas) y La destrucción de los judíos alemanes, Raul Hilberg (cerca de 1500 páginas). El primero fue traducido por Galaxia de Gutenberg (2003) y el segundo por Akal (2005).

Dos obras monumentales, alcanzadas la primera como diarios cotidianos de un judío que no hace otra cosa que escribir lo que ve, y la segunda a partir de una profunda investigación en los resortes burocráticos alemanes por clasificar y registrar el horror que habían emprendido, se convierten dentro de la infinita biblioteca de Alejandría del Holocausto Nazi en piezas insustituibles. Todo lo demás las complementa, pero nada les quita ese valor impresionante del documento sin el cual no es posible entender el edificio entero del horror humano.

De Klemperer ha escrito todo el mundo, quizás por que los diarios comunican fácilmente lo que su autor quiere decir. De Hilberg se sabe menos, quizás porque es un académico escrupuloso, que busca fuentes y datos exactos. Yo me enteré de su existencia por otro obsesivo que lo había convertido en una pasión de su biblioteca en Londres, Stanley Kubrick. En ese libro extraordinario sobre el cineasta de La naranja mecánica, titulado Kubrick por el periodista estadounidense Michael Herr, el realizador comenta los libros que está leyendo en ese momento y uno de ellos es el de Hilberg.

Para recordar a Klemperer y a Hilberg este blog hoy recupera dos trabajos importantes sobre ambas publicaciones. El primero pertenece al escritor, historiador y psicoanalista Peter Gay, quien escribiera una biografía portentosa sobre Sigmund Freud. Gay no sólo documenta el hallazgo de la aparición en cualquier lengua de los diarios de Kemlerer, sino que se adentra en su personalidad, lo que convierte su texto en una pieza fascinante. Mercedes Monmany hace justicia cuando valora las 1500 páginas de Hilberg como un monumento de la historiografía.

La foto que acompaña esta entrada es un retrato sin fecha de Victor Klemperer.
S.D.-

En el vientre del Tercer Reich

Peter Gay
The New York Times

En 1995, Aufbau-Verlag, un editor berlinés mejor conocido en el pasado por las ediciones baratas de los clásicos alemanes en el mercado de Alemania Oriental, publicó un diario de dos volúmenes que cubre los años del régimen Nazi, 1933 a 1945, llevado por Victor Klemperer, profesor de lenguas romances en la Universidad Técnica de Dresden. A pesar de su formidable volumen (casi 1.700 páginas) y elevado precio (más de $60), el libro se convirtió en un best-seller impresionante y lo sigue siendo (ha vendido más de 160 mil copias tapa dura) y creó la industria Klemperer, que hasta ahora ha producido una edición abreviada paras escolares y una adaptación para la radio ganadora de un prestigioso premio. Actualmente se trabaja en una ambiciosa serie de 13 partes para la televisión.

No es difícil entender que atraiga tanto a los alemanes. La tiranía nazi ha sido analizada en forma exhaustiva en historias generales, monografías, memorias, conferencias, filmes, exposiciones, programas de televisión. Pero hasta el lector familiarizado con material sobre el Holocausto tiene que sentirse atrapado por estas páginas. Lo que proponen es un informe desde adentro que cuenta la historia aterradora del desarrollo de la persecución nazi de judíos en Alemania y (aunque naturalmente en mucho menor medida) de cristianos, con una fuerza vívida y concreta que para mí es y creo que será insuperable. Más aún, los frecuentes encuentros de Klemperer con alemanes buenos pueden servir para aliviar parte de la culpa que los alemanes responsables siguen sintiendo por los crímenes de los nazis.

I Will Bear Witness (Daré testimonio) es un documento intensamente alemán; un autorretrato fascinante y un retrato igualmente fascinante de un régimen cuyas consecuencias obsesionan al mundo hasta el día de hoy. Leer el informe día a día de Klemperer es una experiencia hipnótica; el conjunto, difícil de poner por escrito, es un verdadero relato de suspenso criminal, desde la perspectiva de la víctima.

El 10 de marzo de 1933, Victor Klemperer resumió los hechos traumáticos de las semanas anteriores en el diario que llevaba fielmente desde hacía años: “30 de enero: Hitler Canciller. Lo que hasta las elecciones del domingo 5 de marzo llamaba terror no era más que un apacible preludio. La víspera de esas elecciones, montadas por los nazis con intimidación y una propaganda gigantesca, Klemperer había oído hablar a Hitler y ante su exposición pensó: ­El tono! La prédica fervorosa, realmente fervorosa de un sacerdote. Y, lleno de ansiedad se preguntó a sí mismo: ¿Cuánto tiempo conservaré mi puesto?’’

Klemperer tenía sobrados motivos para estar preocupado; los shocks políticos que relataba tan sucintamente, eran una catástrofe para él. Era un ciudadano liberal que votaba por el partido minoritario y cada vez más reducido de los intelectuales, los Demócratas; era un crítico acérrimo de los sistemas políticos doctrinarios, entre los cuales incluía el Nazismo, el Comunismo y, de una manera más bien perversa, el Sionismo; era un aristócrata cultural ofendido por la vulgaridad hitleriana. También era judío, aunque más no fuera por la clasificación racial empleada por los nazis, ya que de joven se había convertido al protestantismo. Y su mujer, Eva, era, en la jerga nazi, una aria pura.

De hecho, una reglamentación nazi y, más adelante el muy criticado bombardeo de los aliados sobre Dresden, salvarían la vida de Klemperer: la pureza racial de su mujer salvó a su marido de la deportación y de una muerte casi segura hasta comienzos de 1945, y en medio de la destrucción y el caos, Eva quitó la estrella amarilla del abrigo de Klemperer, lo que le permitió pasar por un cristiano alemán que había perdido todos sus documentos. ¿Quién puede negar que la historia está llena de ironías inesperadas y hasta de mal gusto?

Victor Klemperer era lo que los alemanes llaman una Problematische Personlichkeit (personalidad problemática). Era el menor de nueve hermanos; su padre, un rabino reformista moderno, su madre, un ama de casa a quien prácticamente ignora en su diario. A diferencia de sus tres hermanos mayores, especialmente el primogénito, Georg, quien llegó a ser un cirujano eminente, dudó mucho antes de elegir su profesión. Exploró tentativamente varias opciones: una carrera comercial, una literaria y, en definitiva, una académica. La primera fue un fracaso abyecto; la segunda un sorprendente éxito a medias que hizo que escribiera artículos, ficción y antologías y viajara por el país dando conferencias sobre temas literarios; la tercera, una mezcla incongruente de refugio gratificante y áspera decepción. En 1920, a los 39 años, fue designado para su cátedra en la Universidad Técnica de Dresden, recién creada y sin el prestigio de instituciones consagradas.

Es evidente por qué no llegó más lejos, independientemente del hecho de ser judío, o ex judío, lo cual seguía siendo una desventaja en los medios académicos durante la República de Weimar: escribía infatigablemente, haciendo voluminosos aportes a historias colectivas de literatura francesa, distinguiéndose sobre todo como escritor lúcido y guía pertinaz -apenas el tipo de estudio serio y complicado que servía para dar fama y promover a un profesor alemán. Y no tenía originalidad; su visión más sorprendente era un desprecio insistente, muy ahistórico, por Rousseau, a quien, como señala en su diario, consideraba un protonazi.

Klemperer era hipocondríaco, estaba convencido de que moriría joven. Esto lo hacía recibir la muerte de sus colegas, preferentemente más jóvenes, con cierta satisfacción. Disfrutaba con sus síntomas psicosomáticos en compañía de su mujer, que sufría depresiones debilitadoras y muchas veces se despertaba gritando. Su encarnizada insistencia en construir una casa en las afueras de Dresden, proyecto que ansiaba como si su vida literalmente dependiera de eso, da cuenta de una obsesión casi demente.

Jubilado a la fuerza en 1935, y despojado de la mayor parte de la jubilación, su marido consideraba que no podían hacer frente a dicho emprendimiento pero no se animaba a detenerla. Y fue así como, en medio de problemas emocionales y financieros enormes, construyeron su castillo para dos. Los males de Eva Klemperer condenaban a su marido a realizar la mayor parte de los trabajos de la casa: hacer las compras, cocinar, limpiar. Si con su meticulosidad era la imagen misma del profesor alemán satirizado en las revistas humorísticas semanales, como hombre de la casa Klemperer era por cierto atípico. A menudo se quejaba del tiempo que le llevaban estas tareas domésticas, pero sin resentimiento. Sólo tenía dos amores a los que era sumamente fiel: su mujer y sus gatos.

Algunos de los puntos débiles de Klemperer se prestan para una comedia involuntaria y salvaje. En 1935, cuando ya tenía más de 50, aprendió a manejar. El comienzo de las clases fue una pesadilla. Después de recibir su registro, señaló: Esto significa dos cosas para mí, una victoria sobre mi propia naturaleza, alcanzada con suma dificultad, y una cuestión de máxima importancia. No era una hipérbole: para un judío que intentaba navegar en la jungla nazi, las cuestiones más mundanas adquirían un peso considerable. Aprender a escribir a máquina le resultaría apenas un poquito menos perturbador y después de un tiempo, casi gratificante.

El patriotismo exasperante de Klemperer, elemento importante en su negativa a emigrar aun cuando se presentaron las oportunidades, parece dar cierta verosimilitud a la acusación contra los judíos alemanes de haberse identificado excesivamente con un país dispuesto a matarlos y haber sido ciegos, incapaces de anticipar su destino. Pero, tal como lo documenta ampliamente el diario, Klemperer fue un caso especial. Los miembros de su familia y sus amigos abandonaron la Alemania nazi lo más rápido posible.

Como otros judíos alemanes cultos, Klemperer despreciaba a los nuevos amos de su país a los que consideraba invasores bárbaros. Además, no podía imaginarse viviendo en el extranjero. Pese a ser profesor de literatura francesa, no hablaba francés. Su inglés era pésimo e hizo sólo tibios intentos por mejorarlo. Esto, sumado a un impulso neurótico particular: no quería depender de su hermano Georg, que tenía una situación próspera en Estados Unidos. En suma, los conflictos lo paralizaban. Su diario no se lee para penetrar en la vida de un judío alemán representativo.

Sin embargo, la incomodidad se desvanece ante el poder acumulativo del registro histórico que Klemperer dejó para la posteridad. Sus observaciones, incluidos los análisis personales despiadados, son directas; sus reflexiones son asombrosas por su precisión y su penetración. Aunque tal o cual de sus posiciones puedan producir rechazo, su historia personal de cómo el Tercer Reich, mes tras mes, semana tras semana a veces, aceleró su cruzada contra los judíos, ofrece el cuadro más exacto que podemos llegar a tener del engaño y la brutalidad nazis. Nada es tan casual o extraordinario como para que se le pase por alto, ni siquiera la posibilidad cada vez mayor de una muerte violenta.

No todas las anotaciones de Klemperer relatan las minucias de la vida. También tiene algunos fragmentos literarios grandiosos. En junio de 1941, después de pasar ocho días en la cárcel, solo y aislado, por no haber oscurecido una ventana de noche, Klemperer celebra su liberación recordando su encierro con una minuciosidad escalofriante. Sigo escribiendo, señalaría en mayo de 1942. Este es mi melodrama. Quiero dar testimonio, un testimonio preciso, hasta el final. Explotó sus defectos -su pedantería, su obstinación, su ensimismamiento- para hacer una obra maestra. Como era de esperar, la pesadilla nazi privó a Klemperer de sus ilusiones sobre la naturaleza humana.

El hombre es malo, observa en los primeros tiempos (abril 1933). No obstante, importantes pasajes de su diario reniegan de este veredicto. Pues -y ésa es la verdadera sorpresa de este diario- el número de alemanes buenos a los que concede un lugar honorable es asombrosamente grande. Algunos de sus conocidos, entre ellos colegas, se convirtieron en seguidores entusiastas u oportunistas del Reich Milenario de Hitler. Pero, en la experiencia de Klemperer, al menos, los episodios de mezquindad y cobardía son ampliamente superados por momentos de decencia.

Las ridículas Leyes de Nuremberg de setiembre de 1935, que despojaron a los judíos alemanes de su ciudadanía y prohibieron que los cristianos menores de 45 años trabajaran como personal doméstico para familias judías, provocó una conmovedora protesta de la invalorable Frau Lehmann, empleada de los Klemperer, que tenía cerca de 50. Les dijo en 1938 que la había convocado un oficial: sabían que ella limpiaba para un profesor judío y un abogado judío. ¿Pero acaso la ley no lo permitía? La respuesta del burócrata fue ominosa: Seguro, pero su hijo no obtendrá su ascenso en el Departamento de Trabajo y su hija… perderá su puesto si no deja ese trabajo. Con una furia impotente, Frau Lehmann se fue, pero siguió visitando a los Klemperer de noche, protegida por la oscuridad.

Por suerte, Klemperer conoció y trató a muchos de esos alemanes decentes, aun cuando el régimen ya había demostrado de una manera dolorosamente obvia los riesgos que implicaba mostrar simpatía por los judíos. A fines de noviembre de 1938, poco después de que el pogrom nacional conocido como La noche de los cristales, sancionado oficialmente, quemara las sinagogas, destruyera vidrieras y trasladara a miles de judíos a campos de concentración, Klemperer visitó la Oficina de Información Pública para Emigrantes -uno de sus tibios intentos de salir de la Alemania nazi- y habló con un jefe de la policía ya mayor: El viejo jefe me dijo: Entre estas cuatro paredes puede decir lo que piensa. En estos últimos días he oído muchas cosas que son muy angustiantes; en mis momentos libres camino por el Gran Jardín para serenarme. Le planteo mi situación. Dije: Un régimen que se alía con los bandidos de una manera tan abierta, tiene que estar en una situación desesperada. El: Eso es lo que piensa todo alemán decente.

El diario de Klemperer registra literalmente docenas de perlas como éstas, que refutan por acumulación (tal como lo señala Chalmers en su prefacio) la tesis de Daniel Goldhagen de que los alemanes, como pueblo, estaban infectados por el antisemitismo eliminacionista. Cuando los Klemperer fueron expulsados de su casa comprada con tanto amor y confinados a dos cuartos miserables en una casa para judíos, viendo sus movimientos restringidos y sus raciones reducidas casi a un nivel de inanición, los carniceros, los panaderos y los pescaderos locales les daban comida ilegalmente. Uno de sus ex alumnos le lleva un regalo de Navidad: Dos grandes escalopes de ternera, un huevo, una lata de un sucedáneo de la miel, una barra de chocolate, dos panes de jengibre, un par de medias, dos latas de leche y medio litro de leche descremada abierta, y un libro sobre Corneille, que a Klemperer le encantaba.

Aun después de la obscenidad inaugurada a fines de 1941, que obligó a los judíos a llevar la estrella amarilla sobre su ropa, algunos alemanes siguen demostrando, silenciosamente, su decencia criminal. En noviembre, Klemperer anota que una conocida le cuenta que un caballero la saludó en la puerta de un negocio. ¿No la tomó por otra persona? -No, no la conozco, pero ahora la saludarán con frecuencia. Somos un grupo que saluda la estrella de los judíos’’.

No obstante, sabemos que, por valientes que fueran los alemanes buenos, la suerte de los judíos de Alemania, ya muy mala, no hizo más que empeorar. Empezaban las deportaciones. El Volumen 2 de los diarios, que toma a los Klemperer de enero de 1942 hasta el fin de la guerra, abarca esta parte del relato. Ambos volúmenes hacen de Klemperer uno de los autores de diarios más grandes -tal vez el más grande- en lengua alemana.

[Quiero dejar testimonio hasta el final, Diarios, 1933 / 1945. Tomo I (891 páginas) y Tomo II (971 páginas). Barcelona: Galaxia de Gutenberg / Círculo de lectores, 2003. ]
[Las memorias de Peter Gay, My German Question, acaban de ser publicadas]

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Minuciosidad y rigor

Mercedes Monmany
Letras Libres

Todo comienza siempre, y continúa a través de las épocas, por un por qué. «Pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, empecé a preguntarme por qué la muerte de millones de judíos europeos, a través de ametrallamiento o bien en cámaras de gas, llamaba tan poco la atención en Estados Unidos. Ni siquiera la comunidad judía estadounidense […] manifestó mucho ultraje o desesperación.» Así definía el historiador Raul Hilberg la magna empresa que emprendería a los veintidós años: investigar y registrar a fondo la destrucción de los judíos durante el Holocausto. Es decir, «la escala y la intensidad de la operación, aplicada por una burocracia alemana metódica y eficaz», que como decía este profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Vermont, «carecía de precedentes».

Nacido en Viena en 1926, la familia de Hilberg dejaría Austria en 1939, para instalarse, tras un paso fugaz por Cuba, en Nueva York. Raul Hilberg comenzaría a estudiar el Holocausto en 1948, cuando estaba destinado como soldado del Ejército Estadounidense en suelo alemán y pasó varias semanas en Múnich, trabajando en el cuartel general del antiguo Partido Nazi. La monumental obra, que en origen constaría de tres volúmenes, ahora por fin traducida a nuestra lengua, llevaría por título La destrucción de los judíos europeos y su primera edición, más tarde revisada, aparecería en 1961.

Hoy en día para cualquier lector o estudioso interesado en el tema es una referencia absoluta para «iluminar la evolución completa de los acontecimientos». Apenas armado al inicio por el material que provenía de documentos de Núremberg y del muy escaso por no decir inexistente legado de los consejos judíos, perdido durante la guerra o en la revuelta del Gueto de Varsovia, Hilberg se enfrentó a una curiosa paradoja: «Sólo los perpetradores —aquellos que habían iniciado o puesto en práctica las medidas antijudías— tenían una visión general». No los relatos dramáticos, es decir, la literatura traumática de los supervivientes, ni los ficheros o anotaciones inexistentes de las víctimas, tan destruidos como los que los pudieron en algún momento llevar a cabo. Tan pronto como «comprendió», dice Hilberg, «esta cadena de toma de decisiones», pudo ponerse a redactar un esbozo, lo que le permitió, como historiador, «adoptar una perspectiva alemana y ver el avance de los sucesos a través de ojos alemanes».

En años recientes —como seguirá diciendo Raul Hilberg— se ha producido «una verdadera explosión» de nuevas investigaciones y publicaciones relativas a la destrucción de los judíos en Europa. Una de las causas sería la apertura de archivos en países antes situados tras la Cortina de Hierro, así como el creciente interés público en muchas partes del mundo («el destino de los judíos europeos, que se ha calificado de Mal absoluto, ha puesto de manifiesto la importancia de esta historia para evaluar otros acontecimientos catastróficos, tanto pasados como presentes»). La inusitada ferocidad y la maquinaria perfeccionada e industrial puesta en marcha para acabar con esta parte considerable de la población europea, apelando a su carácter étnico, religioso o cultural inasimilable, o a su imposible y nunca definitiva integración social en las comunidades raciales nacionales, ha ido poniendo de manifiesto para las generaciones sucesivas la importancia de mantener viva su «narración», su historia, su génesis completa y paulatina a lo largo del tiempo, para mejor conocimiento de ese acto de barbarie único, sin precedentes.

Una tarea intelectual «primordial», como se nos recuerda en la presentación de este gran proyecto de investigación, que supera el deseo de información y saber puramente históricos para convertirse en algo cercano a un deber, tanto a la hora de «comprender la política de nuestros mismos días» como a la de prevenir a las generaciones aparentemente lejanas de nuestros más inmediatos horizontes.

Entre 1933 y 1945, los organismos públicos y las entidades empresariales de la Alemania nazi generaron un enorme volumen de correspondencia. Algunos de estos documentos fueron destruidos por los bombardeos aliados, y muchos más fueron sistemáticamente quemados (con distintas prioridades) en el transcurso de las retiradas o previendo la rendición. No obstante, el papeleo acumulado por la demencial burocracia alemana o, si se prefiere, por la implacable mente organizativa alemana, de gran eficacia en sus funciones, fue suficientemente vasto como para sobrevivir en «cantidades significativas», como dice Hilberg, incluso en la forma de «carpetas secretas». Cosa que, no hay duda, constituyó un material precioso para un historiador como él, interesado en plantear una narración «global», paso a paso y a base de secuencias, del proceso de aniquilación.

Convencido de que los gobiernos occidentales, tendientes a un apaciguamiento de la situación, no reaccionarían, al final del verano de 1939 Hitler decidió invadir Polonia. Para los judíos esta fecha marcará el comienzo del espanto más absoluto: brutalidades y masacres, protagonizadas con especial ferocidad por los Einsatzgruppen o «fuerzas móviles de exterminio», es decir, grupos de intervención rápida, encargados de asesinar sin piedad a los judíos allá donde se encontraran; traslados forzosos; confinamientos en guetos cerrados.

Toda una serie de medidas que provocaban al comienzo tanto la muerte súbita, inmediata, como «la muerte lenta», a causa de la pobreza extrema, de las hambrunas, pero también por el debilitamiento psicológico y el desamparo moral provocado por el continuo despojo y por las más abismales humillaciones. A partir de 1939 se comienza a transferir hacia el Este a inmensas masas de personas, en condiciones de la más radical brutalidad: apenas cubiertos por las prendas que llevaban, arrastrando cuando mucho pequeños hatillos, obligados a extenuantes marchas a menudo a pie por caminos cubiertos de nieve, bajo temperaturas inhumanas, tras las cuales numerosos de ellos perecían.

De 1939 a 1942 tendría lugar, pues, el proceso de evacuaciones y de guetización de los judíos europeos. El antisemitismo, antaño un sentimiento y una actuación estrictamente privados, familiares, hacía tiempo que se había hecho «idea» pública, aceptada, aplicada minuciosamente, legislada en cada uno de sus más precisos y macabros pormenores. Todo un proyecto de civilización se hundía y en su lugar aparecía pura y llanamente la barbarie. Un plan que conoció a lo largo del camino profundas mutaciones, y en el que la famosa Conferencia de Wannsee probablemente no significó más que otra etapa dentro de la firme decisión de Hitler, en junio de 1942, de emprender una «solución final» para un problema largamente enquistado.

El libro de Hilberg es inapreciable, no sólo en su calidad de documento histórico único en su género, tanto por la minuciosidad como por el rigor inconmovible con que se acercó a través de los años, progresivamente, a la extremada complejidad burocrática, administrativa, de organización militar, que supuso destruir a cerca de seis millones de judíos en Europa («esos enemigos con los que no podemos firmar un armisticio ni la paz», como diría un alto cargo del Reich), sino también por su ilustrativa exposición global, comparativa. Una complejidad del proceso, hay que decir, es que era aplicado por los perpetradores en unión con la tremenda desprevención de las víctimas, enfrentadas súbitamente a una matanza de semejante proporciones.

En ese espectro de total anulación de una «raza» que se ha decidido borrar de la faz de la tierra, cualquier tipo de particularismo o «vulnerabilidad» geográfica —como demuestra magníficamente el libro de Hilberg—, cualquier alianza política o específica confería «eficacia», contaba decisivamente para salvar del exterminio a mil posibles víctimas o para llevar directamente al crematorio de Auschwitz a cien mil más.
El desvalimiento era total. Tanto en países, bien ocupados (en algunos casos, sin «regímenes títeres», como era el caso de Noruega, directamente en manos alemanas), bien «satélites», como Croacia y Eslovaquia, que debían su propia existencia a Alemania, o bien países aliados «oportunistas», todo pasaba a convertirse en un factor decisivo a la hora de las deportaciones y de la destrucción de las comunidades judías, de la aceleración de las medidas o de las demoras («saboteo de las medidas de la RSHA», como diría Himmler, sobre las órdenes llegadas de la Dirección General de Seguridad del Reich). Eso sucedería en zonas de la esfera de influencia alemana, como los Balcanes, donde se daba la mayor concentración de judíos. En esa zona del sureste de Europa vivían aproximadamente 1,600,000 judíos. Al hallarse controlada directamente por militares, las deportaciones se llevaron a cabo sin dificultades y resultado de ello, los judíos de Serbia y Grecia (la famosa destrucción de Salónica) fueron aniquilados.

Otro factor sería la disposición a cumplir con cualquiera de las medidas con completa crueldad y eficacia. En el caso de Austria, por ejemplo, el ministro de propaganda del Reich, Goebbels, ya había dicho, admirado de los austriacos, que «la formación recibida del Imperio de los Habsburgo los había dotado de habilidades especiales para tratar a los pueblos sometidos». Por su parte, en países como Bulgaria, Rumania y Hungría, los alemanes tropezarían con dificultades considerables. Eran países que estaban en el bando alemán por razones oportunistas y siguieron una política de «máximos beneficios y pérdidas mínimas».

Por otro lado, estos países no compartían la concepción (y obsesión) que tenían los alemanes del «problema judío»; para ellos, eso era «una mercancía estratégica» para obtener ventajas políticas. Por consiguiente, cuando Alemania estaba en pleno ascenso, entregando territorios a sus asociados del Eje, se promulgaron medidas antijudías en un espíritu de acercamiento a ellos. En cambio, cuando Alemania estaba perdiendo y se hizo clara la necesidad de establecer contactos con los Aliados, los gobiernos de estos países se opusieron a las medidas antijudías para aplacarlos. En muchos casos, como Hungría, sin éxito. En una última maniobra desesperada, los alemanes avanzaron sobre Hungría y culminaron su meta: en la primavera de 1944, ayudados con fervor por los fascistas locales o «Cruces Flechadas», la mayoría de los judíos húngaros fueron aniquilados.

Por su parte, las reticencias y escaso entusiasmo de los italianos, sobre todo a la hora de las deportaciones (como dijo Ciano, ministro de Asuntos Exteriores, «los alemanes nos han querido sin respetarnos, y nosotros los hemos respetado sin quererlos»), tuvieron que ver mucho en todo el proceso de disparatada incoherencia mussoliniana. Un proceso en el que un día el Duce se declaraba a favor de un Estado judío («un problema que afortunadamente no existe aquí») y otro se enfadaba con el líder del movimiento antisemita italiano, miembro del Gran Consejo Fascista, «por tener un secretario judío». «Ese tipo de cosas —comentaría Ciano en su Diario— que los extranjeros ven como prueba de la falta de seriedad de muchos italianos.» Una falta de seriedad que seguramente no tuvieron jamás ni uno solo de los procesados en Núremberg…’’.

[La destrucción de los judíos alemanes, Raul Hilberg. Barcelona : Akal, 2005. 1455 páginas]

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